martes, 25 de agosto de 2015

26 Agosto

Leer y escribir en un mundo cambiante por Emilia Ferreiro

por Diego San Juan
Hace unos días compartía una entrevista a la profesora Emilia Ferreiro. Hoy les comparto un artículo que acabo de leer y que me parece de obligada lectura para cualquier persona que se dedique o se quiera dedicar a la educación.
Conferencia expuesta en las Sesiones Plenarias del 26 Congreso de la Unión Internacional de Editores. CINVESTAV-México
 Emilia Ferreiro es doctora por la Universidad de Ginebra, donde tuvo el privilegio de ser alumna y colaboradora de Jean Piaget. Sus investigaciones sobre alfabetización fueron realizadas principalmente en en Argentina, donde nació, y en México, país donde actualmente reside y es profesora titular del Centro de Investigación y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional.
 Hubo una época, hace varios siglos, en que escribir y leer eran actividades profesionales. Quienes se destinaban a ellas aprendían un oficio, y a este oficio se dedicaban el resto de sus días.
 En todas las sociedades donde se inventaron algunos de los 4 ó 5 sistemas primigenios (China, Sumeria, Egipto, Mesoamérica y, muy probablemente, también el valle del Hindus) hubo escribas, quienes formaban un grupo de profesionales especializados en un arte particular: grabar en arcilla o en piedra, pintar en seda, tablillas de bambú, papiro o en muros, esos signos misteriosos, tan ligados al ejercicio mismo del poder. De hecho, las funciones estaban tan separadas que los que controlaban el discurso que podía ser escrito no eran quienes escribían, y muchas veces tampoco practicaban la lectura. Quienes escribían no eran lectores autorizados, y los lectores autorizados no eran escribas.
 En esa época no había fracaso escolar. Quienes debían dedicarse a ese oficio se sometían a un riguroso entrenamiento. Seguramente algunos fracasaban, pero la noción misma de fracaso escolar no existía (aunque hubiera escuelas de escribas).
 No basta con que haya escuelas para que la noción de "fracaso escolar" se constituya. Veamos un símil con una situación contemporánea: tenemos escuelas de música, y buenos y malos alumnos en ellas. Si alguien no resulta competente para la música, la sociedad no se conmueve, ni los psicopedagogos se preocupan por encontrar algún tipo peculiar de "dislexia musical" que podría quizás ser superada con tal o cual entrenamiento específico. Ser músico es una profesión; y quienes quieren dedicarse a la música se someten a un riguroso entrenamiento. Y, aparentemente, las escuelas de música, en todas partes, tienen un saludable comportamiento.
 Todos los problemas de la alfabetización comenzaron cuando se decidió que escribir no era una profesión sino una obligación y que leer no era marca de sabiduría sino marca de ciudadanía.
 Por supuesto, muchas cosas pasaron entre una época y otra, muchas revoluciones sangrientas fueron necesarias en Europa para constituir las nociones de pueblo soberano y democracia representativa. Múltiples transmutaciones sufrieron los primeros textos de arcilla o de papiro hasta convertirse en libros reproducibles, transportables, fácilmente consultables, escritos en las nuevas lenguas desprendidas del latín imperial y hegemónico.
 Los lectores se multiplicaron, los textos escritos se diversificaron, aparecieron nuevos modos de leer y nuevos modos de escribir. Los verbos "leer" y "escribir" habían dejado de tener una definición inmutable: no designaban (y tampoco designan hoy día) actividades homogéneas. Leer y escribir son construcciones sociales. Cada época y cada circunstancia histórica da nuevos sentidos a esos verbos.
 Sin embargo, la democratización de la lectura y la lectura se vio acompañada de una incapacidad radical para hacerla efectiva: creamos una escuela pública obligatoria, precisamente para dar acceso a los innegables bienes del saber contenido en las bibliotecas, para formar al ciudadano consciente de sus derechos y sus obligaciones, pero la escuela no ha acabado de apartarse de la antigua tradición: sigue tratando de enseñar una técnica.
Desde sus orígenes, la enseñanza de estos saberes se planteó como la adquisición de una técnica: técnica del trazado de las letras, por un lado, y técnica de la correcta oralización del texto, por otra parte. Sólo después de haber dominado la técnica surgirían, como por arte de magia, la lectura expresiva (resultado de la comprensión) y la escritura eficaz (resultado de una técnica puesta al servicio de las intenciones del productor). Sólo que ese paso mágico entre la técnica y el arte fue franqueado por pocos, muy pocos de los escolarizados en aquellos lugares donde más falta hace la escuela, precisamente por ausencia de una tradición histórica de "cultura letrada".
 Surge entonces la noción de "fracaso escolar", que es concebida, en sus inicios, no como fracaso de la enseñanza sino del aprendizaje, o sea, responsabilidad del alumno. Esos alumnos que fracasan son designados, según las épocas y las costumbres, como "débiles de espíritu", "inmaduros" o "disléxicos". (En los años 1960 la dislexia fue considerada "la enfermedad del siglo"). Algo patológico traen consigo esos niños, algo que les impide aprovechar una enseñanza que, como tal, y por la bondad de sus intenciones, queda más allá de toda sospecha.
 Pero el fracaso escolar es, en todas partes y masivamente, un fracaso de la alfabetización inicial que mal puede explicarse por una patología individual. Una década después, hacia 1970, los estudios en sociología de la educación desplazaron la responsabilidad de la incapacidad para aprender hacia el entorno familiar: en lugar de algo intrínseco al alumno habría un "déficit cultural". De hecho, una cierta "patología social" (suma de pobreza + analfabetismo) sería responsable del déficit o handicap inicial. Efectivamente, pobreza y analfabetismo van juntos. El analfabetismo no se distribuye equitativamente entre los países, sino que se concentra en entidades geográfico-jurídico-sociales que ya no sabemos cómo nombrar.

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